5.12.07

Textos Unidad 5


El giro copernicano

Cuando Galileo hizo rodar por el plano inclinado las bolas cuyo peso había él mismo determinado; cuando Torricelli hizo soportar al aire un peso que de antemano había pensado igual al de una determinada columna de agua; cuando más tarde Stahl transformó metales en cal y ésta a su vez en metal, sustrayéndoles y devolviéndoles algo, entonces percibieron todos los físicos una luz nueva. Comprendieron que la razón no conoce más que lo que ella misma produce según su bosquejo; que debe adelantarse con principios de sus juicios, según leyes constantes, y obligar a la naturaleza a contestar a sus preguntas, no dejarse conducir como con andadores. De lo contrario, las observaciones fortuitas y realizadas sin un plan previo no van ligadas a ninguna ley necesaria, ley que, de todos modos, la razón busca y necesita. La razón debe abordar a la naturaleza llevando en una mano los principios según los cuales sólo pueden considerarse como leyes los fenómenos concordantes, y en la otra, el experimento que ella haya proyectado a la luz de tales principios. Aunque debe hacerlo para ser instruida por la naturaleza, no lo hará en calidad de discípulo que escucha todo lo que el maestro quiere, sino como juez autorizado que obliga a los testigos a responder a las preguntas que él les formula ( Kant, I., Crítica de la razón pura, Prólogo a la segunda edición, B XII-B XIV)

¿Qué es un experimento?

En el ámbito de la ciencia moderna, la observación de los fenómenos tiene siempre el siguiente carácter: se trata de ver qué es lo que ocurre en unas circunstancias determinadas de antemano por el propio investigador; se tiene un esquema que o bien ha de ser confirmado o desmentido, o bien admite determinada variación en un punto (por ejemplo: en el valor de una constante); entonces se hace que existan en la realidad las condiciones previstas en ese esquema (o al menos una situación en las que esas condiciones puedan ser observadas “descontando” otros factores) y se observa qué es lo que pasa, se observa si los resultados coinciden o no con los resultados teóricos del esquema, o bien se efectúan las medidas necesarias para determinar cierta magnitud, de valor hasta entonces no conocido, cuyo lugar en el esquema estaba, sin embargo, perfectamente determinado por el esquema mismo. La ciencia no se limita a observar las cosas, sino que produce en las cosas aquellas condiciones en las cuales ha de tener lugar una observación sobre un punto perfectamente predeterminado y cuyo papel en la estructura científica está asimismo perfectamente predeterminado. Este hacer efectivas en la realidad determinadas condiciones, concebidas de antemano, con el fin de obtener el dato que se necesita para confirmar (o desmentir) un esquema previamente concebido o llenar un “lugar vacío” en él es lo que se llama experimento. Establecemos, pues, la siguiente distinción: “experiencia” es en general la observación de las cosas, el contacto con las cosas, pero experimento es sólo lo que hemos dicho, la observación en unas condiciones predeterminadas y sobre un punto predeterminado, la observación en que las cosas no pueden decirnos “lo que quieran”, sino que han de responder estrictamente a una pregunta que ha sido formulada por el investigador (Felipe M. Marzoa, Iniciación a la filosofía).


Galileo Galilei: la piedra que cae de lo alto de un mástil


Salviati.- [...] Vos decís: Dado que, cuando la nave está quieta, la piedra cae al pie del mástil y, cuando está en movimiento, cae alejada del pie de ese mástil, también será cierto a la inversa, es decir, que si la piedra cae al pie del mástil se infiere que la nave está quieta, y si cae lejos, se infiere que la nave está en movimiento y puesto que eso sucede con la nave debe suceder igualmente con la Tierra; por eso, si la piedra cae al pie de la torre, se infiere necesariamente la inmovilidad del globo terrestre; ¿no es éste vuestro razonamiento?
Simplicio.- Exactamente ése es, reducido a fórmula muy breve, que lo convierte aún en más fácil de aprender y de comprender.
Salviati.- Ahora decidme: si la piedra dejada caer desde la cima del mástil, cuando la nave avanza a gran velocidad, cayese precisamente en el mismo lugar que cayó cuando la nave estaba quieta, ¿qué deduciríais de estas caídas, para que os sirviera de norma sobre si la nave estaba en movimiento o en reposo?
Simplicio.- Absolutamente nada; de la misma manera que, del latir el pulso, por ejemplo, tampoco se puede saber si una persona duerme o está despierta, puesto que el pulso late igualmente en las personas que duermen como en las que velan.
Salviati.- Muy bien; ¿habéis hecho vos alguna vez la experiencia de la nave?
Simplicio.- No la he hecho; pero bien creo que los autores de la proposición la han realizado atentamente; por otra parte, se conoce tan claramente la causa de la disparidad, que no deja lugar a dudas.
Salviati.- De que pueda ser que esos autores la presenten sin haberla verificado, vos mismo sois un buen testimonio, puesto que, sin haberla hecho, la dais como segura y aceptáis con buena fe sus resultados; y ellos también, no sólo posiblemente, sino necesariamente, han tenido que hacer lo mismo que vos, es decir, aceptar lo que dijeron sus antecesores, y así sucesivamente, sin llegar nunca a uno que en verdad la haya realizado; porque cualquiera que la hiciera vería que la experiencia muestra todo lo contrario de lo que se ha dicho; es decir, mostrará que la piedra cae siempre en el mismo lugar de la nave, tanto si ésta está en reposo, como si se mueve a gran velocidad. Y así, si la misma razón era la de la nave que la de la Tierra, del caer de la piedra siempre perpendicularmente al pie de la torre, nada se puede inferir sobre el movimiento o sobre el reposo de la Tierra.
Simplicio.- Si vos me remitís a otro medio distinto de la experiencia, bien creo que nuestras disputas no terminarán nunca; porque eso que decís me parece tan lejano de cualquier humano razonamiento, que no deja la más mínima posibilidad a la creencia o a la probabilidad.
Salviati.- Y, sin embargo, la ha dejado en mí.
Simplicio.- Vos no habéis hecho, no digo cien, sino ni siquiera una prueba y ¿la afirmáis como cosa completamente segura? Yo vuelvo a mi incredulidad y continúo en la creencia de que los autores que presentan esta experiencia la han realizado, y ésta muestra lo que ellos afirman.
Salviati.- Yo, sin experiencia, estoy seguro de que el efecto será tal como os digo, porque así es necesario que sea; y aún más: añado que vos mismo sabéis ahora que no puede suceder de otra manera, si bien fingís o simuláis fingir que no lo sabéis. Pero yo soy tan buen arreglador de cerebros que os lo haré confesar a viva fuerza.

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Diálogo sobre los sistemas máximos, Jornada segunda (Aguilar, Buenos Aires 1975, vol. 2, p. 84-87).


Galileo Galilei: abjuración pública


Yo, Galileo Galilei, hijo del difunto Vincenzio Galilei de Florencia, de 70 años de edad, constituido personalmente en juicio, arrodillándome ante los eminentísimos y reverendísimos cardenales Inquisidores Generales contra la depravación herética en toda la Cristiandad, teniendo ante mis ojos y tocando con mis manos los Santos Evangelios, juro que he creído siempre, creo ahora y con la ayuda de Dios creeré en el porvenir todo cuanto sostiene, predica y enseña la Santa y Apostólica Iglesia. Pero como, después de haber sido judicialmente requerido por mandato del Santo Oficio a abandonar completamente la falsa opinión de que el sol es el centro del mundo y que no se mueve y que la tierra no es el centro del mundo y se mueve, y a no sostener, defender o enseñar esta falsa doctrina de ningún modo, ya sea oralmente o por escrito; y después de habérseme notificado que esta doctrina era contraria a las Sagradas Escrituras, escribí y publiqué un libro en donde trato de esta doctrina ya condenada y aduzco razones muy eficaces en su favor, sin que muestre en modo alguno rechazo de la misma, he sido juzgado por todo ello como vehementemente sospechoso de herejía, a saber, de haber sostenido y creído que el sol es el centro del mundo y está inmóvil y que la tierra no es el centro y se mueve.
Por tanto, deseando quitar de la mente de sus eminencias y de todo fiel cristiano esta vehemente sospecha, justamente concebida contra mí, con corazón sincero y fe no fingida abjuro, maldigo y detesto los errores y herejías ahora mencionados, y en general todos y cada uno de los errores, herejías y sectas contrarias a la Santa Iglesia. Y juro que en el futuro no diré nunca más ni afirmaré, oralmente o por escrito, nada que pudiera ser causa de una sospecha semejante contra mí. Al contrario, si llegara a saber de algún hereje o de alguien sospechoso de herejía, lo denunciaré a este Santo Oficio, o al Inquisidor, o al Ordinario del lugar donde me hallare.
Juro, además, y prometo cumplir y observar por entero todas las penitencias que me han sido o me serán impuestas por este Santo Oficio; y si dejara de guardar alguna de estas promesas y juramentos, lo que Dios no permita, me someto a todas las penas y castigos impuestos y promulgados por los sagrados cánones y otras leyes generales y particulares contra semejantes delincuentes. Así me ayude Dios y estos sus santos Evangelios, que toco con mis manos.
Yo, el supraescrito Galileo Galilei, he abjurado, jurado, prometido y obligado tal como consta arriba. Y en testimonio de la verdad he signado de mi propia mano el presente documento de abjuración y lo he leído palabra a palabra en Roma, en el convento de Minerva, este 22 de junio de 1633.


Yo, Galileo Galilei, he abjurado como consta arriba, por mi propia mano.


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Abjuración de Galileo, en M.A. Finocchiaro, The Galileo Affair. A Documentary History, University of California Press, Berkeley, Los Ángeles 1989, p. 292-293.




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